Soy mostoleño de toda la vida. Mi madre proviene de Valladolid y mi padre provenía de Andalucía. No guardo, por tanto, relación alguna con Cataluña y sus circunstancias.
Sin embargo ayer no pude evitar sentirme catalán por momentos. También orgulloso de Madrid, lugar al que amo, cuando llenó la Puerta del Sol -sede de las más importantes primaveras democráticas en nuestra región- para expresar su solidaridad con Cataluña, así como la indignación ante lo visto y reclamar democracia, diálogo y respeto.
Evidentemente, no deseo la independencia de Cataluña. No quiero que se vayan. Aspiro a seguir viviendo en un proyecto común lo suficientemente seductor y democrático como para que la gran mayoría de catalanas y catalanes quieran seguir formando parte de él. Pero me parece que hoy, desgraciadamente, esto es más difícil. ¿A quién le pareció una buena idea convencer a la sociedad catalana de la pertinencia de su permanencia en España a base de porrazos, cargas policiales, roturas de cristales en colegios y agresiones? Creo que la última cifra de heridos que he escuchado ya rondaba el millar. Dos de ellos muy graves.
Un Estado democrático del siglo XXI no puede responder a una población pacífica y desarmada, que lleva tan sólo una papeleta en el bolsillo y la voluntad de votar, con la violencia que hemos contemplado el domingo 1 de Octubre.
Hoy las portadas de la prensa internacional lo resumen unánimemente: CNN lo califica como “la vergüenza de Europa”, The Guardian destaca los “centenares de heridos por la violencia” y Liberation habla de “La derrota de Rajoy”.
Con la gestión que ha hecho el gobierno de Mariano Rajoy de la cuestión catalana no se ha logrado más que acrecentar las distancias y los problemas. Seguir perseverando en una línea que nada resuelve y que hace mayores las dificultades no parece la mejor de las ideas.
Hace falta otro gobierno y, por qué no decirlo, hace falta refundar España. Políticos de todos los colores reconocen en privado lo que no se atreven a afrontar en público: el régimen nacido en 1978 está agotado, roto, caduco. Hay que pasar página. La gran recesión supuso la ruptura por arriba del pacto social, convirtiendo en papel mojado una lista inacabable de derechos, recogidos de manera abstracta, en el texto constitucional:
Derecho a la vivienda (en el país del más de medio millón de desahucios), derecho al trabajo (en el país de la precariedad y más de 4 millones de parados, la mitad de larga duración y sin percibir prestación alguna) o de derechos y libertades, secuestradas con legislaciones como la conocida “Ley Mordaza”.
También está agotado el marco territorial, y la revisión del mismo puede suponer una oportunidad no sólo para Cataluña, sino para cualquiera de los pueblos que componemos el Estado Español. Por eso considero que las soluciones para Cataluña pueden ser también las soluciones para el resto.
Lo que no es asumible desde un punto de vista democrático, es que España se convierta en un país irreformable, inmutable, donde sus leyes ejerzan de candados; en vez de activos para estimular y proteger la convivencia, actualizándose al compás de los tiempos, caminando junto a sus ciudadanas y ciudadanos.
Dudo que haya solución que no conduzca al precipicio si no atiende al momento constituyente que late en toda la geografía del país desde el 15M; con una nueva constitución que recoja lo mejor de lo anterior e incorpore las demandas de la ciudadanía actual. Ciudadanía que -no está de más recordarlo- en un 65 % no eligió ni refrendó la constitución del 78 por la sencilla razón de que, o no habíamos nacido, o no tenían la edad para votar (en este momento, sólo las personas mayores de 60 años participaron con su voto en aquel proceso).
Diálogo, fraternidad, nuevos acuerdos de país. No se me ocurre una solución mejor, antes de que sea demasiado tarde.