Miguel Ángel Ortega
Más de diez mil refugiados sirios, sin abrigo ni comida, hacinados en territorio Serbio. Un río humano abandonado a su suerte tras perder absolutamente todo… ¿dónde está la humanidad de los mandatarios europeos?
Mujeres, niños, hombres… un torrente humano huyendo de una guerra patrocinada por las grandes potencias y sus bastardos intereses geoestratégicos. Un río que no cesa y se agolpa frente a las alambradas tendidas en las fronteras exteriores de esta Europa insolidaria e injusta.
Serbia, Eslovenia, Hungría… no son más que los perros guardianes a los que se ha encomendado la misión de condenar a casi cuatrocientas mil personas a una diáspora sin fin, mientras su país es devastado con bombas de fabricación europea, rusa o norteamericana.
Hoy no puedo sentir más que asco hacia gobernantes indecentes que anteponen su miseria moral a miles de vidas truncadas. Hoy no puedo si no recordar lo que hace 76 años les ocurría a los demócratas españoles que huían del fascismo triunfante en España y se encontraban de bruces con los campos de concentración de la Francia de la Libertad, Igualdad y Fraternidad. Hoy no puedo si no indignarme con los gobiernos democráticosde ahora que tanto se parecen a aquellos gobiernos democráticos de entonces, gobiernos que dieron la espalda a miles de compatriotas condenándolos a la miseria, la muerte y la humillación en infames campos… sin abrigo, sin agua, sin luz. Europa sigue sin aprender cual es el camino que conduce al horror.
Campo de Bram. Francia. Febrero de 1939.
En las barracas de madera, con piso de tierra, que tienen una superficie de 123 metros cuadrados, y donde nos albergamos 110 hombres, no hay luz, señor ministro, y la luz, por ser alegría, es vida. Y la oscuridad, por ser tristeza, es muerte.
En las negras y frías noches del pasado invierno, que sólo hace unos días ha desarrugado su hosco ceño, dando lugar a que sonría su sucesora, la alegre primavera, hacinados sobre la sucia paja, faltos de abrigo, carentes de consuelo, tiritaban los hombres.
Afuera, la tormenta de agua, de viento, de nieve, adentro, las tinieblas, en las que, a tientas, caminaban, acongojadas y tristes las almas llorosas.
Ni una pulgada de terreno, que no estuviera ocupada por un cuerpo humano, no había espacio para poner un pie, ni un rayito de luz que alumbrase la triste existencia del viejo enfermo, se filtraba por las junturas de las tablas.
El huracán, que ha durado meses, sacudía la frágil vivienda, y sólo pensar en que pudiera ser arrancada producía escalofríos de terror en los prisioneros, de cuando en cuando y en la oscuridad más completa, como para romper la monotonía del vendaval, se escuchaba un lamento, se percibía, cual vagido de niño, un débil suspiro, y otras veces, como se hubiese abierto una válvula que permitiera el escape de las penas, cortaba el aire un sollozo. (…)
Es medianoche, el vendaval de las almas que rugieron momento, se ha aplacado, como si fueran estertores del malestar que muere, se escuchan respiraciones fatigosas, que son jadeos, y toses secas que suenan a pulmones rotos, afuera sigue soplando, desesperadamente, el huracán, adentro, en las tinieblas, impera la quietud más nadie duerme, que siete largas horas sobre la tierra dura han ahuyentado el sueño, en silencio, unos musitan, para adentro, sus plegarias, otros piensan en la madre o en la esposa, muchos sueñan con los hijos.
El silencio, que se parece a la muerte y sólo es acurrucamiento de la vida triste, lo rasga un suspiro que, a poco, se trueca en sollozo y, más tarde en llanto, y un “madre mía”, lamento hecho verbo, que es sollozo y quejido de un corazón al que ahoga la angustia, ilumina las tinieblas de las almas a las que rodean la miseria y el dolor.
Como movidos por un resorte, unos se incorporan, otros se levantan, y, pisándose, todos tratan de prestar ayuda al que demanda auxilio, los más próximos pues una barrera de hombres de pie o sentados impiden llegar a los más alejados, dirigen al enfermo palabras de aliento y consuelo y cuando, afiebrado, pide agua con que aplacar la sed, muchas manos buscan, afanosas, por entre los rincones, las sucias latas que contienen el precioso líquido.
La escena es horrible, fantasmal, sin gritos ni rugidos, en silencio, porque la muerte acecha y la pena pone en las gargantas nudos que aprietan, los afortunados que, palpando en la oscuridad, hallaron la lata de agua, al tropieza con lo que, sentados, escrutan las tinieblas, derraman el agua sobre mantas, hombres y paja. Y el frío muerde, y la angustia oprime, y el dolor agarrota y el enfermo reclama.
Por fin… todo se aplaca. Y con la congoja en el corazón, poco a poco, palpándose, arrastrándose, tropezando, pisándose, los hombres van hallando los montoncitos de paja donde extender sus cuerpos doloridos y sus almas desilusionadas. (…)
Por las rendijas de las tablas, que permitieron durante la noche la entrada del agua y el viento, penetra, como avergonzada, la luz mañanera, y a la luz triste de un nublado amanecer, contemplamos, mudos, la faz cadavérica del que fue nuestro hermano.
Algunos, descubiertos, se hincan de rodillas, otros pocos rezan, y uno, adelantándose, silencioso, con los ojos preñados de lágrimas, deposita en la frente del muerto un beso sonoro y humano.
Miguel Giménez Igualada
Campo de Bram, Quartier 1, Baraque 152